No hay autoridad en la tierra que ponga una pena con la finalidad de retirarla en el momento que el culpable se manifieste arrepentido, lo más que hacen es considerar esa conducta un dirimente de culpa, no eximente de sufrir condena. La Iglesia, nuestra madre, siempre está dispuesta para aplicar el perdón divino.
Y así entiende Tomás Moro, en “La agonía de Cristo”, el gesto de Cristo cuando corrige a Pedro al arrancar la oreja a Malco, criado del Sumo Sacerdote. Primero cura al infeliz, después del dice que devuelva la espada a su vaina, que el que a hierro mata a hierro muere, y que él bien podría haber llamado a una legión de ángeles en su defensa.
Y es como si Jesús dijese a la Iglesia: “Tan lejos estoy de desear que hagas uso de la espada de hierro (que pertenece a la autoridad secular) que pienso asimismo que la espada espiritual (cuyo manejo os pertenece) no debe ser desenvainada con mucha frecuencia. Pero manejad con gran energía la espada de la palabra, cuyo tajo, como el bisturí, hace posible que salga el pus, y cura, ciertamente hiriendo. Por lo que se refiere a la maciza y peligrosa espada de la excomunión, deseo permanezca escondida en el estuche de la misericordia a no ser que una necesidad urgente y grave requiera sea desenvainada”.
Este modo de proceder se constata en la acción, acorde a la cultura de la época, de las inquisiciones católica y protestante. Basta hacer una sencilla comparación de las víctimas que cada una se cobró para saber donde se encontraba mayor misericordia.
También basta ver cómo defiende la Iglesia católica la vida: con la palabra; dando criterios que, después, los poderes públicos, si fuesen justos, deberían aplicar en sus ordenamientos jurídicos.
frid
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