sábado, diciembre 26, 2009

Leví, el pastorcillo, un cuento de José María Javierre

26.12.2009.

 


En Aragón Liberal

El pasado jueves 17 de diciembre falleció uno de los grandes escritores hispanoparlantes de las últimas décadas: José María Javierre. Casi llegada la Navidad, y tras el deceso de éste gran literato, llega a mis manos una historia pintada por su portentosa pluma. La hallé entre las páginas de uno de sus últimos libros: "Busco a Jesús de Nazaret", y la trascribo íntegra como homenaje a su larga carrera de escritor. Que descanse en paz.

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Leví, el pastorcillo

Luis Ignacio Batista | jem@arcol.org

 

El pasado jueves 17 de diciembre falleció uno de los grandes escritores hispanoparlantes de las últimas décadas: José María Javierre. Casi llegada la Navidad, y tras el deceso de éste gran literato, llega  a mis manos una historia pintada por su portentosa pluma. La hallé entre las páginas de uno de sus últimos libros: "Busco a Jesús de Nazaret", y la trascribo íntegra como homenaje a su larga carrera de escritor. Que descanse en paz.

 

El cuento de Leví, de José María Javierre:

 

Leví era casi un renacuajo. Doce años, desgraciados. Murió su padre cuando el niño contaba un año escaso. Con el padre se fueron los ahorros. La madre, mitad de pena mitad de hambre, cayó enferma. Desde siempre, Leví conoció a su madre enferma. Quienes asistieron a la boda aseguran que la madre de Leví fue muy hermosa. Pero la muerte del marido la dejó atontada, la hizo vieja prematura. No tuvo ni fuerzas para sobreponerse a la desgracia; vecinas dicen que se había vuelto medio tonta. Una locura pacífi­ca, sin arranques de ira, siempre mansa, siempre callada. A no ser porque una vecina cuidó de que al pequeño no le faltara cada mañana un mendrugo de pan y un jarro de leche, Leví no hubiera pasado de los tres o cuatro años. Se salvó. Raquítico, eso sí, pero bueno: con una luz clara en sus ojazos grandes. Como si los sufrimientos le hubieran adelantado el uso de razón, a los cinco años se daba perfecta cuenta de la desgracia de su madre. Y se dedicó a hacerle compañía, a consolarla con caricias. Pasaba horas muertas en la choza, al pie del catre donde reposaba la enferma. Sin aquella luz que le brillaba en los ojos, todo el mundo hubiera dicho que también el pequeño Leví estaba tonto: no correteó con los camaradas, no brincaba por los montes, nunca reía. Pero aquella luz de sus ojos, triste y terriblemente confiada, como si alguien le dijera que un día...

 

A los diez años, la vecina que regalaba pan y leche a la enfer­ma y al niño consiguió para Leví un puesto de zagal en los rebaños de Belén: así le daría el sol y el viento. La enferma podría doblar su ración de pan y leche con lo que a Leví le regalaran los pastores.

 

De los diez a los doce años, Leví dio un buen estirón. Pero aún quedó en renacuajo. Le gustaba correr detrás de las ovejas. Hacía turno de día y de noche, durmiendo al raso en el tiempo sereno y acurrucado en la corraliza si el cielo estaba destemplado. Los pastores le querían. Cada tarde le dejaban un rato libre para escapar del campo a la choza y visitar a su madre. Casi siempre le regalaban nueces, pasas, requesón. Leví, contaba a la enfer­ma las peripecias del rebaño, las mañas de los pastores; y que el mayoral le ha prometido un corderillo para la fiesta de los Tabernáculos...

 

Llegaron juntas la fiesta y la desgracia. El mayoral cumplió su palabra: por los Tabernáculos Leví, recibió un corderito gordezuelo y juguetón, bien vestido de lana rizada y con dos ojos que parecían estrellas de las que cada noche el zagal veía relucir sobre el cielo de Belén. Había que ver aquella tarde a Leví, que apretaba con sus brazos enclenques al corderillo contra el pecho, camino de su choza... El primer tesoro. ¡Qué alegría para la madre enferma! Porque él, Leví, lo tenía todo bien pensado. ¡le quedaba tanto tiempo para pensar a solas en las horas de guardia del turno de noche!

 

Engordaría su cordero, le descubriría el sendero de los mejores retazos del prado, lo haría grande, hasta que valiera como dos ovejas. Y luego lo cambiaría, compraría las dos ovejas a cambio del cordero. ¡Qué pena venderlo cuando ya serían tan amigos! Pero él, Leví, necesitaba las ovejas, no por él, que se quedaría más a gusto con su corderito. ¡Pero la madre enferma! Él, Leví, tenía que ganar dinero; y tener un rebaño; y comprar una casa para su madre, para su madre enferma. Con el cordero, dos ovejas. Y luego, más corderillos, una palada de corderillos que engordarían, engordarían hasta valer dinero...

 

La madre no pudo ver al corderillo. Se limitó a tocarlo, acariciarlo como acariciaba cada tarde a su Leví, apretarlo contra su mejilla. Pero no lo pudo ver. Hacía días que supo que se le escapaba la fuerza de los ojos, se quedaba ciega; no lo dijo hasta hoy al niño. Leví acaba de comprender. Ha dado el corderillo a su madre y ha visto cómo ella tendía las manos al vacío y luego no lo ponía ante los ojos. Lo tocaba, lo abrazaba, le besaba la espalda felpuda. La madre no ve, la madre está ciega. Leví callado, a tres pasos del catre de su madre. Leví, asombrado, entreabiertos los labios, deja que unas lágrimas grandes, descomunales para un niño raquítico como él, rueden mansamente por su cara...

 

Ahora tiene más prisa por poseer, por cambiar corderos y ovejas hasta conseguir el rebaño necesario para comprar una casa, para pagar remedios: llevar a su madre a ciudades lejanas donde hay médicos que curan enfermos graves. Y todo le quedaba en sueños. Los pastores lo ven más silencioso, más bueno, más retraído. El pobre Leví, dueño de un único cordero, pobre zagal que levanta los ojos tristes al cielo de Belén.

 

Hace sólo un rato que paso la medianoche. Está sereno el cielo. Naval, un zagalejo de veinte años, jefe inmediato y buen camarada de Leví, ha iniciado su turno de vela y da un paseo alrededor del rebaño. Leví, como cada noche, queda dormido sobre el revoltijo de cayados y zurrones. Media docena de pastores que dialogaban en torno a las brasas en las horas largas de la tarde dormirán hasta la madrugada.

 

No, hasta la madrugada no.

 

Leví nunca supo qué había pasado de verdad.

Le despertó Naval, sacudiéndole por un brazo y gritándole prisas. ¡Qué silencio! ¿Cómo es posible? Si acababa de dormirse. Pero ¿qué pasa? ¿Dónde me llevas? ¿Luces? ¿Ángeles? ¿El Mesías? Leví no entiende una palabra. Se frota los ojos. Naval le arrastra, no han de llegar tarde. Se fueron todos, y el rebaño ha quedado solo. Naval dice que no importa, da lo mismo, hay que ver al Mesías. ¿Al Mesías? Luces y ángeles...

 

Cantaron suave, los ángeles de Belén, que no despertaron a Leví. Se quedó solo.

 

Ya corrían los pastores al portal, el uno con requesón, con leche, con pan; con nueces y con miel los otros cuando dijo el mayoral que Naval regresara a despertar a Leví para que tampo­co el pequeño faltara al homenaje que habían de rendir al Mesías. Pobre Leví. No comprende, no puede comprender. iQué sabe él del Mesías si apenas algún sábado acudió a la lección de la sina­goga? Siempre con su madre, con su madre enferma. Le irá a con­tar lo que está pasando, quizá ella sepa. «Explícame, Naval». Lo contará a su madre, y de paso acariciará el corderillo que cada día a la puesta de sol lleva a la choza para que durante el invierno pase mejor la noche. No es que haga frío este invierno, pero su cordero merece otro trato. Algunas noches refresca, ha visto él que las ovejas se aprietan unas a otras para calentarse. jQué raro! Naval lo lleva hacia la gruta de Absalón ¿Por qué corremos tanto? A estas horas venir corriendo a la gruta de Absalón... Luces. ¿Habrá fuego? Pero si en la gruta no queda más que un establo viejo y desde la última vez que acamparon aquí los beduinos nadie ha traído leña... ¿El Mesías? ¿Quién será el Mesías, y qué tiene que hacer en esa gruta? Ya llegamos, Naval no nabla, respira fuerte.

 

Desde un rincón a la entrada de la gruta, Leví contempla el homenaje de los pastores al Niño Jesús. Pasa primero el mayoral. Hay junto al pesebre un hombre joven y una muchacha que sos­tiene en brazos al niño chiquitín. El hombre joven está de pie y la muchacha sentada. El mayoral hace un sin fin de reverencias, se postra ante la muchacha y alarga al hombre los regalos. Y luego pasan todos, cuatro, cinco, los seis pastores; y Naval. Repiten las inclinaciones, se arrodillan. Sin darse cuenta, en su rincón, Leví también se ha puesto de rodillas. Lo ha visto, lo ha mirado todo, pero al fin los ojos quedan clavados en el niño chiquitín. El Mesías... Así, tan pequeñito. Y blanco, tan blanco. Se parece a su corderillo, al cordero de Leví, que ahora dormirá a los pies del catre de la madre. Blanco, igual que el cordero. Qué raro todo esto. Y qué bonito el Niño...

 

Clavados los ojos en el Niño, Leví no se da cuenta de que salieron todos los pastores. Queda él solo en la gruta. La muchacha será la Madre, le mira, le sonríe bondadosa; y pregunta:

 

¿Y tú? ¿No tienes nada que ofrecer?

 

Leví se sobresalta. Mira a la señora, otra vez al niño, mira al hombre...

No contesta, da una sonrisa a la sonrisa de la señora bonda­dosa. Se levanta. Media vuelta, y sale disparado. Corre Leví. Tú también tienes algo que ofrecer. Corre. No sea que se vayan. El Mesías. ¡Qué niño tan blanco! Detrás el hombre. Y la señora. Leví no regresa al campo de los pastores. Va, corre a su choza, a la cho­za de su madre. Él también tiene algo que ofrecer, si, a la guapa señora.

 

Ha entrado de puntillas en la choza. La madre duerme y no quiere despertarla. Además, tendría que dar explicaciones, ¿qué iba a decir? Él no puede ofrecer más que una cosa al niño y a la seño­ra, una cosa que quiere mucho y que es todo su tesoro.

 

Ahí está el corderito a los pies del catre. Como todas las noches. Pero hoy será distinto. Leví no piensa, no quiere tener pena. Coge cuidadosamente el cordero, lo abraza, lo aprieta; sale de la choza y otra vez a correr. ¡Cómo corre este chaval! Ha de llegar enseguida no sea que se vayan, él tiene también qué ofrecer, tiene un regalo.

 

Al trote entra Leví en la gruta. La señora ha dejado al niño recostado en el pesebre. El hombre no está, habrá ido a buscar leña.

 

-Toma.

Leví alarga sus brazos con el corderito. Toma. Sin palabras. Es todo, todo mío. Toma, mira qué bonito. Se parece a tu niño. Toma, te lo doy. Para él. Y para ti. Ya no tengo más. Toma.

La mujer coge el cordero. Lo acaricia, lo besa. Qué contento pone a Leví verla sonreír. Casi no se acuerda de que ya no tiene cordero, ya no tiene nada.

Y tu ¿qué quieres?

Déjame al niño.

Pero ten cuidado, no lo despiertes.

Ha puesto el niño en la cuenca de los brazos de Leví. No se me caera, no, estoy acostumbrado. ¿Ves que así acariciaba a mi cordero?

-¿Me dejas besarlo?

La mujer sonríe. Sí; sonríe.

Leví ha besado al niño. Un beso largo, en la frente. Un beso suave, cuidadoso, para no despertar al niño dormido.

Ahora Leví devuelve el niño a la señora. Un ademán casi brus­co, rápido. No dice nada, tiene los labios apretados.

-Adiós, Leví.

No contesta. La señora lo ve salir otra vez disparado corno una flecha. La señora, la señora ya sabe...

Apretados los labios corno si no quisiera que algo se le escapara de la boca. Leví corre hacia la choza. Tampoco esta vez regresa al campo de los pastores. Naval, que le ha echado en falta, viene por el sendero a buscarlo. «Leví ¿dónde vas? Te esperamos. Leví, Leví». Él no contesta. No mira. Corre. Ha de llegar. Te traigo un beso. Un beso del Niño. Es el Mesías. Y su Madre, la Señora. Le regalé el corderito y te traigo un beso. Verás, verás...

 

La choza. Ahora Leví entra corriendo. Se abalanza sobre su madre, la abraza, ¿qué quieres hijo?, y sin decir una palabra la besa largo, apretadamente en la frente.

-Hijo, hijo, ¿qué me has hecho?

La madre ha sentido un latigazo por sus nervios. Se incorpo­ra. Abre los ojos: ¡Ve! Su hijo, el catre, la choza. Ve. Una sensación de bienestar la invade. Está curada. Mejilla con mejilla, abrazada a su hijo, llora...

 

Hijo, ¿qué ha sido? Estoy curada, curada…

Leví no contesta. Llora, ríe. No contesta. Nada, madre. Te traje un beso del Niño. Le di el corderito, se lo di, te traje un beso. Y la Señora, la Señora…

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