sábado, septiembre 30, 2006

J. E. Mújica nos habla de los primeros cristianos, tan actuales.


COMO EN LOS INICIOS
J.E. MÚJICA


A través de los siglos el esplendor de la fe cristiana ha irradiado su luz por todas las latitudes del orbe. La hoguera milenaria de la Iglesia de Cristo es un fuego vivo en todo rincón de la tierra. Comunidades, grandes y pequeñas, han heredado la maravilla de la verdad del amor que libera al hombre. La fe en Cristo se ha instaurado en las más variadas sociedades y culturas con la nítida potencia, con el suave esplendor de la fuerza transformante del reconocer que el amor, como forma de vida, como actitud ante el prójimo, transfigura las estructuras y sienta las bases de un equilibrio donde el hombre es realmente tal.

El cristianismo se ha impuesto dócilmente con el ímpetu avasallador de la paz y la verdad. A base de martirio y ejemplos de vida santas. Lo que otras religiones han logrado a base de violencia, imposiciones e intromisión, el cristianismo lo ha alcanzado con la aceptación oblativa de la vida de los suyos en honor a la verdad... Parecen lejanos aquellos tiempos en que las persecuciones abiertamente declaradas eran un hecho habitual. Parecen lejanos aquellos tiempos en que los cuerpos de los cristianos se convertían en antorchas humanas que iluminaban las noches de Roma. Parecen lejanos aquellos días en que la vida de los cristianos se extinguía ante el hambre de las fieras salvajes en el Coliseo. Parecen lejanos esos días y, sin embargo, no lo son.

Por increíble que resulte, hoy por hoy, millones de hombres y mujeres, de niños y ancianos, creyentes en la verdad liberalizadora y transformante del amor de Cristo, mueren presas del odio a su fe o son relegados de la vida pública a causa de ésta. Son los mártires de la contemporaneidad. Son los cristianos del presente. Viven en países donde la libertad es una quimera, donde el totalitarismo ideológico ha suplido la opción deliberativa del individuo; donde el absolutismo del relativismo, del agnosticismo o el ateísmo viola las entrañas mismas de la conciencia humana.

Son los cristianos de nuestro tiempo, nuestros hermanos de la fe hecha vida y testimonio. Están en lugares donde se detesta la verdad que ellos conocen, que ellos poseen porque la han encontrado. Se hallan en medio de sociedades beligerantes que no toleran la diversidad de creencias y no son capaces de comprender que si no se teme a que la verdad brille, si se cree poseer el esplendor de la verdad, a ello se llega casi por consecuencia y no por imposición. Así, día a día, mueren decenas presas del odio y la injusticia. Su muerte es el silencio de los piadosos.

Mas no son sólo esas las formas únicas de persecuciones imperantes en nuestra sociedad moderna. No son hechos aislados y aplicables a un cerco de países orientales entre los que destacan China, Corea del Norte, Pakistán, Afganistán, Arabia Saudí, India o Sudán. En occidente ha crecido el bacilo de la intolerancia enmascarada, de la renuncia a la evidencia de unos orígenes que por más que se nieguen se imponen empíricamente. Es el sectarismo de la cacería «civilizada». A los que han optado por un mundo mejor se les cortan las alas que les ayudan a volar para conseguirlo. Son cristianos que quieren que la verdad resplandezca, que el hombre sea hombre y, en consecuencia, más humano. No tienen pretensiones que no sean lícitas y naturales y sin embargo se les relega de la vida pública, se les prohíbe su fe, les roban sus símbolos, les ultrajan sus sentimientos en favor de la libertad de otros que atentan contra el sentir religioso más extendido, contra la razón de ser, contra el alma de un continente, de una civilización: la fe en Cristo.

Los cristianos no pueden manifestarse contrarios a la corriente ideológica en boga: si condenan el aborto, pues saben que es un homicidio, un asesinato, atentan contra la libertad de la mujer, se meten en la vida privada del prójimo y, falazmente, se les califica de «mochos» o anticuados.

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