jueves, agosto 17, 2006

La difícil y bonita tarea de educar.

Del libro “Los señores del té” de Hella S. Haasse (página 237)

Haasse habla de la educación de los hijos mayores de Rudolf, de Ru y Edu:

“Sin embargo, en una ocasión, cuando la cosa se pasó de castaño oscuro, Rudolf encerró al niño en plena rabieta en el despacho, donde, con una testarudez sorprendente (digna de toda admiración, en opinión de Jenny), permaneció berreando a pleno pulmón desde las dos hasta las seis y media de la tarde. Engko, la babu, se agazapó toda consternada bajo la ventana del despacho cerrada a cal y canto, mientras que los mandur, que venían a dar cuentas a Rudolf, le lanzaban de soslayo duras miradas de reproche.

Detrás de la puerta, Edu gritaba: Bageur deui!, ¡Seré bueno!, pero cuando Rudolf abría la puerta y le pedía que repitiera lo que acababa de decir el niño se negaba. Jenny se reconcomía, pero no podía interponerse en este ejercicio de autoridad paterna; Ru, que lloraba bajito de pena, había sido convertido ya anteriormente a la obediencia, si bien en una escena de mucha menor duración. Cuando finalmente Edu satisfizo la solicitud de su padre y con una vocecita ronca exclamó cara a cara su Bageur deui!, tuvo un recibimiento digno del hijo pródigo. Le abrazaron, consolaron y lavaron y le pusieron ropa limpia. Le dejaron beber su leche del tazón de plata que le habían regalado a Ru al nacer”.

En otros casos la conversión a la obediencia es esa sopa que era para comer y pasa a la cena, o al desayuno, hasta que el niño cede y vence su “me apetece” por el “te conviene” de los padres. Pero siempre hay algo que no queremos hacer porque “no nos gusta”, “no nos da la gana” o razones de tal estilo que no se sostienen ante: “eso es lo que hay”, “mira que no te podemos dar otra cosa”, “se come lo que se pone, aunque sea una cucharada”.


El arte de los padres es hacer amable el camino de la obediencia; si bien no van a evitar rabietas desproporcionadas. Si tanto esfuerzo se hace en el hogar para que el niño obedezca, ¿por qué los gobernantes tratan a la ciudadanía proponiéndole sólo la apetencia? ¿No sería interesante que, con libertad, también hablasen de lo que conviene al bien común, a la dignidad de la persona, al fomento de las virtudes?

Ahí, en la actitud del Estado, no cabe la fuerza de autoridad paterna, pero sí la exposición de motivos de las leyes, de las normas y de las directrices y recomendaciones: el bien común y el bien de la persona.

¿O sólo nuestras obligaciones son el no quemar el monte? No lo serán también el respetar toda vida humana desde su concepción, respetar la inocencia de los niños en los programas televisivos, dar mensajes de fortaleza, de honradez y de dominio personal en la vida de los personajes públicos.

frid

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